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martes, 30 de octubre de 2012

Su marcha.

Las lágrimas caían raudas y veloces por sus mejillas ya sonrosadas por la hiperventilación. Los sollozos hacían imposible que escuchara nada de lo que había a su alrededor. "¿Qué ha pasado?", se preguntaba entre gritos incansables. 
No era la primera vez que sucedía aquello. E, igualmente, no era la primera vez que ella reaccionaba así.
Los días se hacían largos y nada productivos. Parecía que cada vez que amanecía, un peso recaía sobre su corazón herido. Y, en el transcurso de la mañana, parecía que jamás fuera a caer la noche. El sol permanecía firme antes sus ojos que lo miraban a través de la ventana. Lo mismo hacía por la noche; contemplaba la luna, expectante, esperando que algún milagro decidiese posarse en su vida y le devolviera lo que había perdido. Se encontraba extraviada, sin un norte al que seguir. Pasaban las semanas y continuaba sin motivación alguna. 
Una mañana fue a parar a su puerta una voz femenina que la reclamaba al otro lado. Con desgana y sin esperanza se levantó del sofá, dejó su tila encima de la mesita del comedor y abrió la puerta.

— Buenos días, vecina. Vengo a traerte un poco de pan. Que veo que no sales de casa, ¡te vas a morir de hambre!
— No tengo necesidad de comer últimamente, doña Eulalia, pero muchas gracias por su intención. 
— No hay de qué, querida. Es que he visto que ya no sales como de costumbre a comprar a la tienda de al lado, quise echarte una mano. 
— Gracias de nuevo. Agradezco su visita pero tengo cosas que hacer. Buenos días.

Y, sin más oportunidad de diálogo, sonrió amargamente y cerró la puerta. Cierto es que no le desagradaban las visitas de su vecina, pero en aquel momento se encontraba indispuesta para la más cordial de éstas. 
Hace bastante tiempo que llegó la última carta. Empezó a pensar que ya no llegarían más cartas postales con  el remitente de don Andrés Mendizábal Soria. Aunque ella prefería llamarle simplemente Andrés, su amado. 
Cayó la noche una vez más y se dispuso a cenar. Un chusco de pan y un té fue lo que tomó a modo de comida antes de acostarse. 
Pero, aunque no sabía por qué, sufría algo de insomnio que le impedía siquiera pensar en reposar. Se dispuso entonces a leer, lo que muchas veces le calmaba el alma en situaciones similares. 
"¡Cuán desdichada soy!", pensó. Y cogió un libro de la estantería. Mientras leía podía oír la lluvia caer poco a poco y silenciosamente sobre su ventana, en la calle, en los charcos y los alféizares de las casas de al lado.
Aquel silencio musical le daba qué pensar. Incontables noches pasó junto a su querido marido recostados en  el sillón junto a la estufa de leña con ese mismo temporal. 
Empezó a distraerse del libro y, mirándose la mano derecha, podía ver en su dedo anular su anillo de oro de matrimonio. Comenzó a recordar el día que Andrés le pidió matrimonio. Fue en una cena entre amigos y familiares, de gala. Todos iban arreglados para la ocasión pero ni imaginaban la sorpresa que él le tenía preparada a su novia. Algunos sí tenían constancia por oídas de sus amigos más cercanos. Anillo en la copa de champán y posterior pedida en un brindis al que todos los de la sala fueron llamados.

— Doña Elisabeth Díaz de la Rosa, ¿quieres casarte conmigo?

"¡Qué romántico!", clamaron todos los presentes y la propia muchacha. 
Aquella fue una noche de gozo y regocijo para todos y, sobre todo, memorable. 

Después de rememorar tiempos pasados la añoranza comenzó a invadir de nuevo su mente. Pero algo la distrajo de su nostalgia, alguien parecía estar tirando piedrecitas al cristal del gran ventanal de la casa. ¿Quién será?, pensó. No puede ser, esa figura alta, fornida y bien caracterizada de ser masculina no puede ser él. ¡No puede ser! 
Bajó las escaleras apresuradamente en busca de aquel hombre. Con el cabello revuelto, la cara desgastada, los ojos visiblemente hinchados y en bata y zapatillas, no dudó en abrir el portal sin mayor pausa. 
El hombre de compostura fornida corrió a abrazarla y ella, respondió de la misma forma sin mediar palabra. 

— Amor de mi vida, he vuelto.

Y, después de un largo beso bajo la lluvia, en medio de la calle, a la vista de los vecinos chismosos, se miraron a los ojos contemplándose. Como si comprobaran que el otro realmente está ahí, tan cerca, después de tanto tiempo. 

— ¡Te amo! No vuelvas a marcharte, te lo pido por favor.
— No volverá a suceder tal cosa, lo juro. No me apartaré de tu lado nunca más, Elisabeth.

A la mujer el transcurso de su marcha le había sido muy duro. No era la primera vez. E, igualmente, no era la primera vez que reaccionaba así. Pero para ella, tanto si fueron años, como si fueron meses, el tiempo que pasó sin su marido fue la mayor calamidad que pudo soportar en su vida. 

                                                                             FIN



jueves, 25 de octubre de 2012

♥.

Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante vuestros ojos como el lodo de los barrizales que hay en el camino. ¡Y el hombre que lleva el espejo en su mochila será acusado por ustedes de ser inmoral! Más justo sería acusar al largo camino donde está el barrizal y, más aún, al inspector de caminos que deja el agua estancarse y permite que se formen los barrizales. 
                                                                                                                                 STENDHAL
Rojo y negro

     

martes, 23 de octubre de 2012

Te fuiste.

Te marchaste de mi lado como ráfaga de viento que pasa, te da un momento de fresco y después huye de permanecer quieta.
Me dejaste sin nada, me quedaron sólo nuestros momentos, tus promesas, tus engaños y la eterna desilusión por la rapidez de tu marcha. Eso fue lo único que le quedó a mi corazón para seguir latiendo, aunque nunca volvió a hacerlo como antes... No a ese compás musical que le daba vida a todo mi ser. ¿Por qué no supiste mantener aquello que empezaste? No lo comprendo. Nunca lo comprenderé.
Si tú respirabas, yo respiraba. Si tú llorabas, yo lloraba. Si tú vivías, yo vivía.
Y ahora, ¿qué es mi vida sin ti?